sábado, 15 de noviembre de 2014

LA MUERTE EN VENECIA






En La muerte en Venecia de Thomas Mann, Premio Nobel de literatura 1929, el personaje central es el escritor alemán Gustavo von Aschenbach, quien cumple cincuenta años y vive en Munich, a principios del siglo veinte. Cuando pasea por los alrededores de la ciudad, llega a la conclusión de que debe salir a algún lugar para descansar de su trabajo creativo.

Con el tiempo, las obras de Gustavo von Aschenbach habían adquirido cierto carácter oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista. Como Luis XIV, suprimió además toda palabra ordinaria en sus escritos.

Nos ilustra Thomas Mann que “….el arte significa, para quien lo vive, una vida enaltecida; sus dichas son más hondas y desgastan más rápidamente; graba en el rostro de sus servidores las señales de aventuras imaginarias, y el artista, aunque viva exteriormente en un retiro claustral, se siente al fin y al cabo poseído de un refinamiento, un cansancio, y una curiosidad de los nervios, más intensos de los que puede engendrar una vida llena de pasiones y goces violentos.”

Toma  Aschenbach el tren para Trieste y en dicha ciudad se embarcó hacia una isla del Adriático, situada no lejos de la costa de Istria. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno de veraneantes de clase media austriaca y la falta de aquella sosegada convivencia con el mar, le hicieron comprender que no había encontrado el lugar que buscaba.

Se apresuró a abandonar su falsa residencia. Un bote a motor le volvió rápidamente con su equipaje al puerto de guerra austriaco, ahí subió a la húmeda cubierta de un pequeño vapor para emprender el viaje a Venecia. Era el barco una vieja cáscara de nuez, sucia y sombría. En Venecia se hospeda en el “Hotel Bader” de la playa El Lido, a corta distancia del Hotel Excelsior.

Al reflexionar Mann sobre su personaje nos dice: “Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociales; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes.”

En el hotel encontró una variedad importante de  personajes de distintas nacionalidades. Se veían los secos y largos semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras inglesas, niños alemanes con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de él hablaban en polaco, se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una maestra o señorita de compañía, tres chicas de quince a diecisiete años y un muchacho de cabellos largos que parecía tener unos catorce, y que más tarde sabría que le llamaban Tadrio.

Por asociación de ideas pensó en Sócrates que adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud. “Pués sólo la belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y adorable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la única forma de lo espiritual que recibimos con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos pueden soportar. Pues ¿Qué sería de nosotros si se nos apareciese lo divino en otra de sus manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad se nos presentaran en formas sensibles? ¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época ante Zeuz? La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo el camino, sólo medio, Fedón…..” 

Durante la cuarta semana en Venecia, Aschenbach hizo algunas observaciones relacionadas con el mundo exterior. Primero le pareció notar que, a medida que avanzaba la estación, la concurrencia parecía disminuir en el hotel. Al visitar una agencia de viajes que atendía un joven inglés, logró de éste la confirmación de sus temores. A mediados de mayo habían descubierto en Venecia los síntomas del mal conocido como cólera, los terribles síntomas de la peste  en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y una verdulera.

Mann describe las últimas escenas “Otoño y decadencia parecían abrumar al balneario días antes animado por tanta profusión de colores, y en aquel instante ya casi abandonado, tanto que ni siquiera la arena estaba limpia. Un aparato fotográfico, cuyo dueño no apareció por ningún lado, descansaba junto al mar sobre su trípode, y el paño negro que habían echado sobre él flotaba al viento.” Y finaliza “Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio; había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.”

La obra es una metáfora de la muerte en sus distintas manifestaciones, y la narración de intenso lirismo es a pesar de todo contenida por la sobriedad del autor. Así finaliza la pequeña obra maestra de apenas cien páginas, que estremeció a los lectores del genio alemán.

Basado en la novela, Luchino Visconti realizó un filme, interpretado por Dirk Bogarde como protagonista, cuyo mejor elogio sería decir que no desmerece en nada el libro. En la película el protagonista es el neurótico músico judío alemán Gustav Mahler, del que el fondo musical de la película está tomado de sus sinfonías, de manera  destacada el intenso adagio de la Quinta, acompañamiento del final del protagonista en la playa de El Lido. El adagio tiene una duración de poco más de once minutos, en los que se desarrollan las escenas de la muerte del protagonista. El papel de Tadrio lo interpreta una joven, que se asume como el mancebo adolescente.

Por su parte el músico británico Benjamin Britten creó la opera Death in Venice en 1973, tomando como base la novela de Mann. Dicha obra la presentó en el Covent Garden de Londres.




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