En La
muerte en Venecia de Thomas Mann, Premio Nobel de literatura 1929, el personaje central es el escritor alemán Gustavo von Aschenbach, quien cumple
cincuenta años y vive en Munich, a principios del siglo veinte. Cuando pasea
por los alrededores de la ciudad, llega a la conclusión de que debe salir a
algún lugar para descansar de su trabajo creativo.
Con
el tiempo, las obras de Gustavo von Aschenbach habían adquirido cierto carácter
oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles
y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi
formulista. Como Luis XIV, suprimió además toda palabra ordinaria en sus
escritos.
Nos
ilustra Thomas Mann que “….el arte significa, para quien lo vive, una vida
enaltecida; sus dichas son más hondas y desgastan más rápidamente; graba en el
rostro de sus servidores las señales de aventuras imaginarias, y el artista,
aunque viva exteriormente en un retiro claustral, se siente al fin y al cabo
poseído de un refinamiento, un cansancio, y una curiosidad de los nervios, más
intensos de los que puede engendrar una vida llena de pasiones y goces violentos.”
Toma
Aschenbach el tren para Trieste y en
dicha ciudad se embarcó hacia una isla del Adriático, situada no lejos de la
costa de Istria. Pero la lluvia y el aire pesado, el hotel lleno de veraneantes
de clase media austriaca y la falta de aquella sosegada convivencia con el mar,
le hicieron comprender que no había encontrado el lugar que buscaba.
Se
apresuró a abandonar su falsa residencia. Un bote a motor le volvió rápidamente
con su equipaje al puerto de guerra austriaco, ahí subió a la húmeda cubierta
de un pequeño vapor para emprender el viaje a Venecia. Era el barco una vieja
cáscara de nuez, sucia y sombría. En Venecia se hospeda en el “Hotel Bader” de
la playa El Lido, a corta distancia del Hotel Excelsior.
Al
reflexionar Mann sobre su personaje nos dice: “Los sentimientos y observaciones
del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de
las gentes sociales; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre
tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían
fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran
fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se
convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes.”
En
el hotel encontró una variedad importante de
personajes de distintas nacionalidades. Se veían los secos y largos
semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras inglesas, niños
alemanes con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de
él hablaban en polaco, se trataba de un grupo de muchachos reunidos alrededor
de una mesilla de paja, bajo la vigilancia de una maestra o señorita de
compañía, tres chicas de quince a diecisiete años y un muchacho de cabellos
largos que parecía tener unos catorce, y que más tarde sabría que le llamaban
Tadrio.
Por
asociación de ideas pensó en Sócrates que adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y
la virtud. “Pués sólo la belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y adorable al
propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la única forma de lo espiritual que
recibimos con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos pueden soportar. Pues
¿Qué sería de nosotros si se nos apareciese lo divino en otra de sus
manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad se nos presentaran en
formas sensibles? ¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época
ante Zeuz? La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo
el camino, sólo medio, Fedón…..”
Durante
la cuarta semana en Venecia, Aschenbach hizo algunas observaciones relacionadas
con el mundo exterior. Primero le pareció notar que, a medida que avanzaba la
estación, la concurrencia parecía disminuir en el hotel. Al visitar una agencia
de viajes que atendía un joven inglés, logró de éste la confirmación de sus
temores. A mediados de mayo habían descubierto en Venecia los síntomas del mal
conocido como cólera, los terribles síntomas de la peste en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos,
de un marinero y una verdulera.
Mann
describe las últimas escenas “Otoño y decadencia parecían abrumar al balneario
días antes animado por tanta profusión de colores, y en aquel instante ya casi
abandonado, tanto que ni siquiera la arena estaba limpia. Un aparato
fotográfico, cuyo dueño no apareció por ningún lado, descansaba junto al mar
sobre su trípode, y el paño negro que habían echado sobre él flotaba al
viento.” Y finaliza “Pasaron unos minutos antes de que acudieran en su auxilio;
había caído a un lado de su silla. Le llevaron a su habitación, y aquel mismo
día, el mundo, respetuosamente estremecido, recibió la noticia de su muerte.”
La
obra es una metáfora de la muerte en sus distintas manifestaciones, y la narración
de intenso lirismo es a pesar de todo contenida por la sobriedad del autor. Así finaliza la pequeña obra maestra de apenas cien páginas, que
estremeció a los lectores del genio alemán.
Basado
en la novela, Luchino Visconti realizó un filme, interpretado por Dirk Bogarde
como protagonista, cuyo mejor elogio sería decir que no desmerece en nada el
libro. En la película el protagonista es el neurótico músico judío alemán
Gustav Mahler, del que el fondo musical de la película está tomado de sus
sinfonías, de manera destacada el intenso
adagio de la Quinta, acompañamiento del final del protagonista en la
playa de El Lido. El adagio tiene una duración de poco más de once minutos, en
los que se desarrollan las escenas de la muerte del protagonista. El papel de
Tadrio lo interpreta una joven, que se asume como el mancebo adolescente.
Por
su parte el músico británico Benjamin Britten creó la opera Death in Venice en
1973, tomando como base la novela de Mann. Dicha obra la presentó en el Covent
Garden de Londres.
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