Después
de sus muy variados estudios en las universidades alemanas, esta obra es como
la clarividencia de Nietzsche del fin de la guerra con Francia en la que presta
servicio militar. Para los estudiosos de su obra hay embriaguez y frenesí y tal
vez la actualiza, como revela el potencial escondido del renovado pensador.
Libro arrebatado y hecho con relámpagos que dedica a Wagner, dilucida el culto
de lo dionisíaco frente a lo apolíneo.
Obra
filosófica y poética, es pletórica, que por caminos encendidos muestra que la
tragedia no solo depura las pasiones, sino que puede ser el final depurador de
las glorias o de las derrotas si el artista la eleva de punto. Nació el
pensador en Rocken (Lusacia) el 15 de octubre de 1844 y murió en Weimar el 25
de agosto de 1900, descendiente de familia de pastores protestantes polacos.
En
el desarrollo de su tesis Nietzsche encuentra que los griegos la raza más
discreta, la raza más bella, la más justamente envidiada, la mejor avenida de
la vida, precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia; más aún: del
arte. Entonces “¿Qué significa, precisamente en la época más feliz, más fuerte
y más valiente de los griegos, el mito trágico? ¿Qué ese prodigioso fenómeno de
lo dionisíaco? ¿Qué la tragedia nacida de él? Y a su vez, ¿Qué quiere decir
aquello que mató la tragedia: el socratismo de la moral, la dialéctica, la
suficiencia y la seguridad del hombre teórico? Sócrates remueve todo el
edificio ideológico de su tiempo, preguntando incesantemente: ¿qué es la moral,
qué es la justicia, qué es la belleza? Como consecuencia de esta actitud
crítica, todo movimiento pasional queda suprimido. El hombre ha de gobernarse
por la razón, no por el instinto ni por el sentimiento.”
Punto
fundamental es la medida de subjetividad del griego frente al dolor, su grado
de sensibilidad; esta cuestión de saber si su deseo de belleza, siempre
creciente, su deseo de fiestas, de jolgorios, de cultos nuevos, no está hecho
de tristeza, de miseria, de melancolía y de dolor. Y suponiendo que esto fuera
así –y Pericles (o Tucídides) lo da a entender en su gran oración fúnebre--,
¿de dónde procedería entonces la tendencia contraria y cronológicamente
anterior, “la necesidad de lo horrible”, la sincera y áspera inclinación de los
primeros helenos hacia el pesimismo, el mito trágico, la representación de todo
lo que hay de terror, de crueldad, de misterio, de vacío, de fatalidad en el
fondo de las cosas de la vida? ¿De dónde vendrá entonces la tragedia?
En
algún momento el autor reflexiona: “Porque será siempre absolutamente imposible
comprender y representarse a los griegos, mientras no se haya contestado a esta
pregunta: ¿Qué es el espíritu dionisíaco?” ¿Acaso el delirio no sería
inevitablemente el síntoma de la degeneración, de la decadencia, de una
civilización excesiva? ¿Hay quizá –problema para los alienistas—una neurosis de
la salud, de la juventud de los pueblos, de su adolescencia? ¿Qué nos indica
esa síntesis de un dios y de un macho cabrío en el sátiro? ¿Qué experiencia,
que impulso irresistible condujeron al griego a representar por un sátiro
soñador dionisiaco al hombre primitivo? Y por lo que se refiere al origen del
coro, en los siglos en que florecía la fuerza física del griego, en que el alma
griega rebosaba de vida, ¿hubo entonces, tal vez, entusiasmos endémicos,
visiones y alucinaciones que se manifestaban a ciudades enteras, a muchedumbres
enteras reunidas en los templos?
Luego
surge una pregunta clave: “¿Qué significa, considerada desde el punto de vista
de la “Vida”, la moral? Para luego afirmar: En este libro mi espíritu se
reconoce como defensor de la vida “contra” la moral, y crea una concepción
puramente artística, “anticristiana”. ¿Cómo llamarla? Como filólogo y obrero
del arte de la expresión, la bautizaría yo, no sin alguna libertad --¿Quién
podría decir el verdadero nombre del Anticristo?--, con el nombre de un dios:
la llamaría “dionisíaca”.”
Para
emplear el lenguaje de ese monstruo dionisíaco que se llama Zaratustra: “¡Elevad
el corazón, hermanos míos, más alto! ¡Y no olvidéis tampoco vuestras piernas!
Elevad también las piernas, excelentes danzantes, y mejor que esto: ¡teneos de
cabeza! Estarían así en grave error los que pensaran, a propósito de esta obra,
en oponer la exaltación patriótica a una especie de libertinaje estético, una
valiente seriedad a un recreo pueril”.
Al
declarar a quien está dedicada la obra, Nietzsche dice: “Para el gobierno de
estas personas serias, declaro que, según una convicción profunda mía, el arte
es la tarea más alta y la actividad esencialmente metafísica de la vida, según
piensa el hombre a quien quiero que esta obra sea dedicada, como a mi noble
compañero de armas y precursor en este camino (Wagner).”
El
espíritu de la música es el origen de la tragedia porque daríamos un gran paso
en lo que se refiere a la ciencia de la estética, si llegásemos no sólo a la
inducción lógica, sino a la certidumbre inmediata de este pensamiento: que la
evolución progresiva del arte es resultado del “espíritu apolíneo” y del
“espíritu dionisíaco”, de la misma manera que la dualidad de los sexos engendra
la vida en medio de luchas perpetuas y por aproximaciones simplemente
periódicas. Estos nombres los tomamos de los griegos, que han hecho inteligible
al pensador el sentido oculto y profundo de su concepción del arte, no por
medio de nociones, sino con ayuda de las figuras netamente significativas del
mundo de los dioses. Apolo y Dionisio, estas dos divinidades del arte, son las
que despiertan en nosotros la idea del extraordinario antagonismo, tanto de
origen como de fines, en el mundo griego, entre el arte plástico apolíneo y el
arte desprovisto de formas, la música es el arte de Dionisio.
Estos
dos instintos tan diferentes caminan parejos, las más de las veces en una
guerra declarada, y se excitan mutuamente a creaciones nuevas, cada vez más
robustas, para perpetuar, por medio de ellas, ese antagonismo que la
denominación “arte”, común a ellas, no hace más que enmascarar, hasta que, al
fin, por un admirable acto metafísico de la voluntad “helénica”, aparecen
acoplados, y en este acoplamiento engendran la obra, a la vez dionisíaca y
apolínea, de la tragedia antigua.
Figurémonos
por un momento, para comprenderlos mejor, estos dos instintos como los dos
mundos estéticos diferentes del “ensueño” y de la “embriaguez”, fenómenos
fisiológicos entre los cuales se nota un contraste análogo al que distingue al
uno del otro, al espíritu apolíneo y al espíritu dionisíaco.
Los
griegos representaron bajo la figura de su dios Apolo el deseo gozoso del
ensueño; Apolo en cuanto dios de todas las facultades creadoras de formas, es,
al mismo tiempo, el dios adivinador. El, desde su origen, es la “apariencia”
radiante, la divinidad de la luz; reina también sobre la apariencia plena de la
belleza del mundo interior de la imaginación. Es por antonomasia el dios de la
belleza.
Dionisio
el Baco de los romanos, divinidad originaria de la Tracia. Era el dios de los
árboles y de los frutos: de la uva, del vino, de las vendimias y de la
embriaguez. Había sido criado en el interior de los bosques por sus nodrizas
las “Ménades”, mujeres poseídas a veces por un delirio divino. Primero fue
adorado en forma de árbol rodeado de yedra; después, como hombre barbudo y
vigoroso, con el “tirso” en la mano. Una leyenda beocia le consideraba hijo de
Zeuz y Sémele. Las “Bacantes”, para honrar a Dionisio, se reunían de noche a la
luz de las antorchas y, acompañadas de una música de flautas, mataban un
ternero y, despedazándolo, comían la carne cruda y sangrante. Después,
acometidas de una locura religiosa que se llamaba “entusiasmo”, se lanzaban
corriendo por los campos entre gritos y movimientos desordenados. Este
entusiasmo, es la nota que le sirve a Nietzsche para caracterizar lo
dionisíaco.
Aun
durante la Edad Media alemana, bajo el soplo de este mismo poder dionisíaco,
las muchedumbres más o menos numerosas cantaban y danzaban de plaza en plaza;
en estas danzas del día de San Juan y San Guy reconocemos los coros báquicos de
los griegos, cuyo origen se remonta, a través del Asia Menor, hasta Babilonia y
las orgías saceas.
Es
la “tragedia antigua” el término y el fin supremo de los instintos estéticos, y
entonces se ofrece a nuestras miradas la obra de arte sublime y gloriosa y el
ditirambo dramático como la terminación de estos dos instintos, cuya unión
misteriosa, después de un largo antagonismo, se manifestó en el esplendor de
semejante brote, que es, a la vez, Antígona y Casandra.
Sin
embargo en el ensayo de autocrítica escrito en 1886 el autor afirma: “Este
libro me parece hoy un libro imposible; le encuentro mal escrito, pesado,
enojoso, erizado de imágenes forzadas e incoherentes, sentimental, endulzado
aquí y allá hasta la afeminación, poco equilibrado, desprovisto del esfuerzo
hacia la pura lógica, muy convencido, y por esto, creyéndose dispensado de
suministrar pruebas, incluso dudando que le convenga probar.” Así es de
rigurosa su disciplina en la depuración constante de las ideas.