Harry
Levin en su ensayo sobre la vida y obra de Joyce, resalta la estrecha relación
que existe entre la vida del autor y su obra, relación que se expresa en
momentos de crudeza y realismo, pero también de la más alta poesía. Afirma del
autor además que en la escuela –primero en la clase elemental de Clongowes Wood
y después en el Colegio de Belvedere, de Dublín— recibió la educación
proverbialmente indeleble de los jesuitas. Su educación comenzó dudando de la
disciplina de los jesuitas, y acabaría repudiando la fe católica. Es en él muy
frecuente poner toda su sensibilidad romántica en el encuentro con una
prostituta, y reservar sus sátiras más agrias para la Iglesia.
Por
su parte José María Valverde dice “Joyce declararía siempre deber a sus
educadores jesuitas el entrenamiento en reunir un material, ordenarlo y presentarlo:
de hecho, para bien o para mal, lo que recibió de los jesuitas fue tan vasto y
complejo, que no sería arbitrario decir que la obra joyceana es la gran
contribución involuntaria, y aun como tiro salido por la culata de la Compañía
de Jesús a la literatura universal.” “….Pues el más típico examen de conciencia
jesuítico es –como “Ulises”— el repaso de un día, al terminarlo, asumiendo uno
mismo la acusación y la defensa –-si por un lado con exhaustivo rigor, por otro
lado con flexibilidad casuística, atendiendo atenuantes--, pero no la
valoración y el juicio –que se dejan— ““tal como esté en la presencia de
Dios””: es decir, obteniendo el relato como cabría decirlo de un confesor,
proceso tal literario como psicológico.”
El
éxito con los críticos siguió al éxito de escándalo, pero ningún escritor ha
manifestado menos interés que Joyce por la aceptación del público. Por más que
se trató de desviarla de los libros de Joyce, toda una generación de escritores
ingleses y norteamericanos creció bajo su influencia. De diversos países llegó
el homenaje en la forma casi inconcebible de traducciones extranjeras.
Dice
Levin: “Una tendencia a la abstracción nos recuerda constantemente que Joyce
llegó a la estética por el camino de la teología. Necesitaba la sanción de
Santo Tomás de Aquino para su arte, si no para su fe. En uno de los fragmentos
inéditos de ““El artista adolescente”” confiesa que su pensamiento es
escolástico en todo, excepto en sus premisas. Perdió la fe, pero conservó las
categorías.” Y continúa describiendo que sus mutaciones vertiginosas, de la
mistificación al exhibicionismo, de los experimentos lingüísticos a la
confesión pornográfica, del mito a la autobiografía, del simbolismo al
naturalismo, tienen por objeto crear un sustituto literario a las revelaciones
de la religión.
A
pesar de poner en duda las bases mismas de las relaciones humanas, insiste Joyce
en su empeño de comunicarse con los demás. El solo intento de escribir una obra
dramática sobre un tema tan proustiano es ya contradictorio. No hay dramaturgo
que pueda permitirse un subjetivismo tan extremo. La generación de Joyce aplicó
al arte los métodos del realismo. A ello debe también Marcel Proust (1871-1922)
el haber podido expresar su experiencia más integral y sutilmente de lo que se había
hecho antes, porque expresaba precisamente su propia experiencia y porque era además
un artista completo.
Joyce
no predica –como tampoco John Donne (1573-1631)— la doctrina de la
trasmigración de las almas. Sus lectores, como los de Donne, han de saber
distinguir entre los credos ocultistas y los conceptos metafísicos; han de
saber la diferencia entre las doctrinas y las actitudes.
Desde
1922, año de su publicación, “Ulises” ha sido considerada la obra cumbre de la
novela del siglo XX. La más innovadora, sin duda, y aquella que ha despertado
el más vivo entusiasmo y elogio de la crítica. A pesar de haberse afirmado en
repetidas ocasiones que el lenguaje –con toda su riqueza poética y su poder de
sugestión musical— es el verdadero protagonista de la novela, la complejidad de
sus resonancias simbólicas, hacen de esta obra la gran epopeya de la
modernidad. Construida sobre el patrón de la “Odisea” homérica, “Ulises” es la
crónica de un día de la vida de Leopold Bloom –un modesto agente publicitario-,
de su mujer Molly –cantante profesional--, y del joven Stephen Dedalus, en la
ciudad de Dublín, síntesis material y espiritual del mundo. En el reducido
ámbito de estas existencias insignificantes se cifra toda la experiencia del
hombre actual, que el genio de Joyce, con su portentoso don de la palabra, ha
sabido plasmar como un cambio decisivo de la conciencia humana.
La
cuestión de saber porque Joyce escogió a un judío como héroe, se resuelve por
sí misma. Desde el Swann de Proust hasta el José de Thomas Mann, los personajes
judíos han sido objeto de un desproporcionado interés por parte de los
novelistas modernos (y de sus lectores).
De
la técnica narrativa de “Ulises” dice José María Valverde: “…..es lo que suele
designarse, con el término de Henry James, corriente de conciencia, y lo que
llamó Valéry Larbaud, al presentar “Ulises”, monólogo interior: el propio Joyce
lo llamó palabra interior, al declararse deudor de tal técnica a la olvidada
novela de Edouard Dujardin “Les Lauriers Sont Coupés.”
Dujardin
a su vez lo describía como “El monólogo interior es en el orden poético, ese
lenguaje no oído y no pronunciado, por medio del cual un personaje expresa sus
pensamientos más íntimos (los que están más cerca de la subconciencia)
anteriores a toda organización lógica, es decir, en su estado original, por
medio de frases directas reducidas a un mínimo sintáctico y de manera que den
la impresión de reproducir los pensamientos conforme van llegando a la mente”
El
protagonista de “El artista adolescente” es el autor mismo, el protagonista de
“Ulises” es el hombre ordinario, y el de Finnegans Wake es la humanidad entera.
El pasado que Joyce quiere volver a captar en esta última obra, entre las
agonías de su pesadilla, no es un recuerdo personal sino una experiencia
colectiva de la humanidad. En Finnegans Wake en un supremo esfuerzo además, el
artífice trata de crear su propio idioma.
Nos
dice Harry Levin “Visto de cerca, Finnegans Wake parece realizar las
aspiraciones de las demás artes hacia una condición musical. Joyce es un
maestro consumado de la música de las palabras, pero también en la música de
las ideas, --complicada orquestación de asociaciones de imágenes que los poetas
simbolistas nos han enseñado a amar--. Su innovación consiste en haber
armonizado estos dos modos de expresión. Cuando se combinan sonidos y
asociaciones mentales discordantes se logra un juego de palabras. Si las
asociaciones mentales no tienen sentido, es un mal juego de palabras; si
muestran una significación imprevista, ya está mejor: y si las asociaciones
mentales significativas son bastante ricas, llegamos entonces a la poesía.”
Alguien le preguntó a Picasso: “Si es usted tan gran
dibujante ¿Por qué se dedica a pintar esas cosas extrañas? “Precisamente por
eso” –contestó éste. A una pregunta semejante respondió Joyce que para él
hubiera sido fácil producir un par de libros convencionales cada año, pero que
ello no hubiera valido la pena. La originalidad hay que pagarla cara, con la
resolución implacable de rechazar todos los clichés. El artista creador –Joyce,
Picasso, Eliot o Stravinsky—debe ser fría y deliberadamente excepcional, nos
dice Levin.
James
Joyce nació en 1882 en Rathgar, suburbio de Dublín, en el seno de una familia
de arraigada tradición católica. Estudio en la Universidad de Dublín en 1898.
Se forjó una sólida cultura, aprendió diversas lenguas y se interesó sobre todo
por la gramática comparada. En 1902 se trasladó a París para estudiar
literatura, pero al año siguiente regresó a Irlanda, dedicándose a la
enseñanza.
Ezra
Pound, ya establecido en París, aconsejó a Joyce asentarse allí, uniéndose así
los dos a la multitud de americanos literarios de los años veinte –Hemingway,
Faulkner…--, presidida por la exiliada de antes de la guerra, Gertrude Stein. Vivió
sucesivamente en Trieste, Roma y París, hasta que el estallido de la Segunda
Guerra Mundial le indujo a trasladarse a Zurich, en donde murió en 1941.
Afirma
Levin que “Con una verdadera vocación por las labores que se había impuesto,
con la seriedad de una obligación religiosa, con toda la alegría de un juego,
llevó la disciplina y la indulgencia del arte más lejos de lo que ningún
escritor lo había hecho antes ni probablemente lo hará después. Vivió su obra y
escribió su vida. Su autorretrato como Icaro-Dédalo es el libro vivido del
artista mártir.” La novela inglesa conoció el brutal vigor de David H. Lawrence
y la gracia exangüe de Virginia Woolf. Debíó sin embargo su fuerza principal a
tres extranjeros: el norteamericano Henry James, el polaco Joseph Conrad y el
irlandés James Joyce.
Y
así la personalidad emergente, con sus lapsos alcohólicos, su irresponsabilidad
económica, la tragedia de la enfermedad mental de su hija, su obsesión
neurótica por la traición, su indiferencia, concentrada en sí misma, por las
gentes que no podía utilizar, contrarrestada por los sencillos pasos de su
arte, nos impresionará y dejará perplejos, más aún de lo que lo hiciera el
combatido artista durante su vida. Concluye Harry Levín.
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