miércoles, 27 de agosto de 2014

EL ORIGEN DE LA TRAGEDIA




Después de sus muy variados estudios en las universidades alemanas, esta obra es como la clarividencia de Nietzsche del fin de la guerra con Francia en la que presta servicio militar. Para los estudiosos de su obra hay embriaguez y frenesí y tal vez la actualiza, como revela el potencial escondido del renovado pensador. Libro arrebatado y hecho con relámpagos que dedica a Wagner, dilucida el culto de lo dionisíaco frente a lo apolíneo.

Obra filosófica y poética, es pletórica, que por caminos encendidos muestra que la tragedia no solo depura las pasiones, sino que puede ser el final depurador de las glorias o de las derrotas si el artista la eleva de punto. Nació el pensador en Rocken (Lusacia) el 15 de octubre de 1844 y murió en Weimar el 25 de agosto de 1900, descendiente de familia de pastores protestantes polacos.

En el desarrollo de su tesis Nietzsche encuentra que los griegos la raza más discreta, la raza más bella, la más justamente envidiada, la mejor avenida de la vida, precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia; más aún: del arte. Entonces “¿Qué significa, precisamente en la época más feliz, más fuerte y más valiente de los griegos, el mito trágico? ¿Qué ese prodigioso fenómeno de lo dionisíaco? ¿Qué la tragedia nacida de él? Y a su vez, ¿Qué quiere decir aquello que mató la tragedia: el socratismo de la moral, la dialéctica, la suficiencia y la seguridad del hombre teórico? Sócrates remueve todo el edificio ideológico de su tiempo, preguntando incesantemente: ¿qué es la moral, qué es la justicia, qué es la belleza? Como consecuencia de esta actitud crítica, todo movimiento pasional queda suprimido. El hombre ha de gobernarse por la razón, no por el instinto ni por el sentimiento.”

Punto fundamental es la medida de subjetividad del griego frente al dolor, su grado de sensibilidad; esta cuestión de saber si su deseo de belleza, siempre creciente, su deseo de fiestas, de jolgorios, de cultos nuevos, no está hecho de tristeza, de miseria, de melancolía y de dolor. Y suponiendo que esto fuera así –y Pericles (o Tucídides) lo da a entender en su gran oración fúnebre--, ¿de dónde procedería entonces la tendencia contraria y cronológicamente anterior, “la necesidad de lo horrible”, la sincera y áspera inclinación de los primeros helenos hacia el pesimismo, el mito trágico, la representación de todo lo que hay de terror, de crueldad, de misterio, de vacío, de fatalidad en el fondo de las cosas de la vida? ¿De dónde vendrá entonces la tragedia?

En algún momento el autor reflexiona: “Porque será siempre absolutamente imposible comprender y representarse a los griegos, mientras no se haya contestado a esta pregunta: ¿Qué es el espíritu dionisíaco?” ¿Acaso el delirio no sería inevitablemente el síntoma de la degeneración, de la decadencia, de una civilización excesiva? ¿Hay quizá –problema para los alienistas—una neurosis de la salud, de la juventud de los pueblos, de su adolescencia? ¿Qué nos indica esa síntesis de un dios y de un macho cabrío en el sátiro? ¿Qué experiencia, que impulso irresistible condujeron al griego a representar por un sátiro soñador dionisiaco al hombre primitivo? Y por lo que se refiere al origen del coro, en los siglos en que florecía la fuerza física del griego, en que el alma griega rebosaba de vida, ¿hubo entonces, tal vez, entusiasmos endémicos, visiones y alucinaciones que se manifestaban a ciudades enteras, a muchedumbres enteras reunidas en los templos?

Luego surge una pregunta clave: “¿Qué significa, considerada desde el punto de vista de la “Vida”, la moral? Para luego afirmar: En este libro mi espíritu se reconoce como defensor de la vida “contra” la moral, y crea una concepción puramente artística, “anticristiana”. ¿Cómo llamarla? Como filólogo y obrero del arte de la expresión, la bautizaría yo, no sin alguna libertad --¿Quién podría decir el verdadero nombre del Anticristo?--, con el nombre de un dios: la llamaría “dionisíaca”.”

Para emplear el lenguaje de ese monstruo dionisíaco que se llama Zaratustra: “¡Elevad el corazón, hermanos míos, más alto! ¡Y no olvidéis tampoco vuestras piernas! Elevad también las piernas, excelentes danzantes, y mejor que esto: ¡teneos de cabeza! Estarían así en grave error los que pensaran, a propósito de esta obra, en oponer la exaltación patriótica a una especie de libertinaje estético, una valiente seriedad a un recreo pueril”.

Al declarar a quien está dedicada la obra, Nietzsche dice: “Para el gobierno de estas personas serias, declaro que, según una convicción profunda mía, el arte es la tarea más alta y la actividad esencialmente metafísica de la vida, según piensa el hombre a quien quiero que esta obra sea dedicada, como a mi noble compañero de armas y precursor en este camino (Wagner).”

El espíritu de la música es el origen de la tragedia porque daríamos un gran paso en lo que se refiere a la ciencia de la estética, si llegásemos no sólo a la inducción lógica, sino a la certidumbre inmediata de este pensamiento: que la evolución progresiva del arte es resultado del “espíritu apolíneo” y del “espíritu dionisíaco”, de la misma manera que la dualidad de los sexos engendra la vida en medio de luchas perpetuas y por aproximaciones simplemente periódicas. Estos nombres los tomamos de los griegos, que han hecho inteligible al pensador el sentido oculto y profundo de su concepción del arte, no por medio de nociones, sino con ayuda de las figuras netamente significativas del mundo de los dioses. Apolo y Dionisio, estas dos divinidades del arte, son las que despiertan en nosotros la idea del extraordinario antagonismo, tanto de origen como de fines, en el mundo griego, entre el arte plástico apolíneo y el arte desprovisto de formas, la música es el arte de Dionisio.

Estos dos instintos tan diferentes caminan parejos, las más de las veces en una guerra declarada, y se excitan mutuamente a creaciones nuevas, cada vez más robustas, para perpetuar, por medio de ellas, ese antagonismo que la denominación “arte”, común a ellas, no hace más que enmascarar, hasta que, al fin, por un admirable acto metafísico de la voluntad “helénica”, aparecen acoplados, y en este acoplamiento engendran la obra, a la vez dionisíaca y apolínea, de la tragedia antigua.

Figurémonos por un momento, para comprenderlos mejor, estos dos instintos como los dos mundos estéticos diferentes del “ensueño” y de la “embriaguez”, fenómenos fisiológicos entre los cuales se nota un contraste análogo al que distingue al uno del otro, al espíritu apolíneo y al espíritu dionisíaco.

Los griegos representaron bajo la figura de su dios Apolo el deseo gozoso del ensueño; Apolo en cuanto dios de todas las facultades creadoras de formas, es, al mismo tiempo, el dios adivinador. El, desde su origen, es la “apariencia” radiante, la divinidad de la luz; reina también sobre la apariencia plena de la belleza del mundo interior de la imaginación. Es por antonomasia el dios de la belleza.

Dionisio el Baco de los romanos, divinidad originaria de la Tracia. Era el dios de los árboles y de los frutos: de la uva, del vino, de las vendimias y de la embriaguez. Había sido criado en el interior de los bosques por sus nodrizas las “Ménades”, mujeres poseídas a veces por un delirio divino. Primero fue adorado en forma de árbol rodeado de yedra; después, como hombre barbudo y vigoroso, con el “tirso” en la mano. Una leyenda beocia le consideraba hijo de Zeuz y Sémele. Las “Bacantes”, para honrar a Dionisio, se reunían de noche a la luz de las antorchas y, acompañadas de una música de flautas, mataban un ternero y, despedazándolo, comían la carne cruda y sangrante. Después, acometidas de una locura religiosa que se llamaba “entusiasmo”, se lanzaban corriendo por los campos entre gritos y movimientos desordenados. Este entusiasmo, es la nota que le sirve a Nietzsche para caracterizar lo dionisíaco.

Aun durante la Edad Media alemana, bajo el soplo de este mismo poder dionisíaco, las muchedumbres más o menos numerosas cantaban y danzaban de plaza en plaza; en estas danzas del día de San Juan y San Guy reconocemos los coros báquicos de los griegos, cuyo origen se remonta, a través del Asia Menor, hasta Babilonia y las orgías saceas.

Es la “tragedia antigua” el término y el fin supremo de los instintos estéticos, y entonces se ofrece a nuestras miradas la obra de arte sublime y gloriosa y el ditirambo dramático como la terminación de estos dos instintos, cuya unión misteriosa, después de un largo antagonismo, se manifestó en el esplendor de semejante brote, que es, a la vez, Antígona y Casandra.

Sin embargo en el ensayo de autocrítica escrito en 1886 el autor afirma: “Este libro me parece hoy un libro imposible; le encuentro mal escrito, pesado, enojoso, erizado de imágenes forzadas e incoherentes, sentimental, endulzado aquí y allá hasta la afeminación, poco equilibrado, desprovisto del esfuerzo hacia la pura lógica, muy convencido, y por esto, creyéndose dispensado de suministrar pruebas, incluso dudando que le convenga probar.” Así es de rigurosa su disciplina en la depuración constante de las ideas.


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