sábado, 23 de abril de 2011

HENRY MILLER




Releer a Miller es recuperar una vivencia excepcional, recordar cómo se asumió la vida en determinada época, cuando se tuvo conciencia de que había escritores que entendían el mundo con autenticidad y desparpajo. Alejados de los convencionalismos que ahogan y de las actitudes hipócritas de una mal entendida concepción religiosa o si se quiere moral.



La moralina bajo la que han vivido las sociedades construidas bajo concepciones judeocristianas, ya sea de inspiración luterana o tradición católica, lleva a las sociedades a adoptar una actitud francamente simulada y lo que es peor bajo sentimientos de culpabilidad de lo que se ha asumido como pecado y que a final de cuentas bajo la lupa del hombre como ente surgido de la naturaleza, solamente es la represión de las manifestaciones naturales o instintivas.



Cuando se lee por primer vez a Miller se queda estupefacto y desconcertado, es difícil creer que haya alguien que asuma la vida con tal naturalidad, así como las intenciones más escondidas afloran con tanta espontaneidad, aunque se dude de la realidad que plantea el autor, como sería encontrar a mujeres que asuman con tanta facilidad el mundo de los instintos. No es fácil creer que a flor de piel encontremos la vida sexual como nos la plantea. Pero si hemos de aceptar que puede haber personajes como el que él mismo asume, hemos de creer en sus narraciones.



Desmesurado y torrencial, continúa Miller entre las cumbres literarias de un tiempo excepcionalmente rico en obras y autores, alimentado de una época estresada y llena de tensiones. La vitalidad sincera y brutal de Henry Miller no repara en obstáculos, los tabúes y convenciones son destrozadas bajo un alud que las páginas de sus obran precipitan sobre el lector.



A medio camino entre la autografía y la mitomanía, entre la invención desbocada y los hechos reales, la obra fue un escándalo en su época. Tal vez no lo sea ya, pero conserva intacta la virtud de indignar, de conmover, e incluso de divertir, en un grado que pocos autores han podido transmitir a sus obras. Como dice el propio autor “Cuando el sexo ríe, un terremoto sacude el mundo, estremece el edificio de la Bolsa, y derrumba sin remisión los templos.”



Henry Miller nació el 26 de diciembre de 1891 en Brooklyn, Nueva York. Allí estudió y trabajó en el Ayuntamiento, en una fábrica de cemento y en una compañía de telégrafos. Viajó a París en 1930, para dedicarse exclusivamente a escribir, regresando a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial.



Asume su narración con la intensidad de que es capaz un hombre que trata de liberarse de todas las ataduras convencionales. En el camino escandaliza a una sociedad puritana y mojigata que trata de ignorar aquello que va contra lo que pregona públicamente. El mérito mayor de Miller es quizá ese afán provocador, esa rebeldía que carga contra la sociedad que lo creo.



Sus recuerdos de infancia en la ciudad donde creció caminan desde un remordimiento hasta la burla ácida a su familia. No hay consideraciones para nadie, menos para él mismo. Todos son parte de una mirada sin tolerancia, con un dejo de amargura. Con el tiempo se ha convertido en un ícono de quienes buscan la autenticidad, la originalidad de las ideas a costa de ser considerados rebeldes de su propia sociedad.



En el prólogo de una de sus obras, Trópico de Capricornio, escrita hacia 1938, hace una introducción a la Historia de mis desventuras: “Muchas veces el ejemplo es más eficaz que las palabras para conmover los corazones de hombres y mujeres, como también para mitigar sus penas. Por eso, como yo también he conocido el consuelo proporcionado por la conversación con alguien que fue testigo de ellas, me propongo ahora escribir sobre los sufrimientos provocados por mis desventuras para quien, aun estando ausente, siempre sabe dar consuelo. Lo hago para que, al comparar tus penas con las mías, descubras que las tuyas no son nada verdaderamente, o a lo sumo de poca monta, y así podrás soportarlas más fácilmente.”



Su poesía brota con azoro: “Vuelvo a sacar la cabeza para mirar el sol: mi primera mirada plena. Está rojo como la sangre y los hombres caminan por los tejados. Todo lo que hay por encima del horizonte está claro para mí. Es como el domingo de Pascua. La muerte está detrás de mí y el nacimiento también. Ahora a vivir entre las enfermedades de la vida. Voy a vivir la vida espiritual del pigmeo, la vida secreta del hombrecillo en la soledad del bosque. Lo exterior y lo interior han intercambiado sus lugares. El equilibrio ya no es la meta: hay que destruir los platillos. Déjame oírte prometer otra vez todos esos tesoros solares que llevas dentro de ti. Déjame intentar creer por un día, mientras permanezco al aire libre, que el sol trae buenas noticias. Déjame pudrirme en el esplendor mientras el sol estalla en tu matriz. Creo todas tus mentiras implícitamente. Te considero la personificación del mal, la destructora del alma, la maharaní de la noche. Clava tu matriz en mi pared para que pueda recordarte. Debemos irnos. Mañana, mañana…” Así cierra uno de los capítulos más importantes de su obra.



Miller es a pesar de todo un intento permanente de búsqueda en un doble sentido. Por un lado descubre una nueva manera de abordar la vida y su complejidad, en la descripción literal de sus aventuras y pensamientos. Por el otro es el intento de acercarse a una realidad personal que se le escapa de entre las manos, la del abordaje permanente de los instintos naturales, por encima de la domesticación del hombre moderno.

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