La
destrucción del templo de Jerusalén por los romanos fue la culminación de la
caída de la ciudad, en la guerra de asedio del año 70 de nuestra Era. El templo
Construido por Salomón entre los años
1,013 y 1,006 a. de C., fue destruido junto con el Arca de la Alianza la primera
vez por los Caldeos en 587 a. de C. Su reconstrucción la iniciaron los persas en
el año de 516 a. de C. y fue ampliado por Herodes en el 18 a. de C. para doblar
la superficie utilizable, incluyendo los enormes muros.
El
asedio lo comandaba Tito, hijo de Vespasiano, proclamado emperador por un golpe
de Estado de las legiones de Egipto. Informa Josefo que el suplicio duró cien
días. Forzados el segundo y, luego el tercer recinto, Jerusalén seguía sin
rendirse. Se tomaban los barrios casa por casa. Parecía que nada debía acabar
con aquella ciudad exasperada y aquellos espectros, aquellos cadáveres
descarnados, todavía hallaban la fuerza necesaria para efectuar salidas. Tomada
la Antonia, quedo el templo, que rechazó el asalto general de los romanos. Tito
vaciló en usar el fuego; ¿iba a destruir él “aquella maravilla de
magnificencia”, como dice Tácito? Pero no teniendo otro medio de quebrantar la
resistencia, hizo encender hogueras ante las puertas. Ardió el precioso cedro, se
fundieron el oro y la plata; derrumbose el pórtico de Salomón.
La
obra del historiador Flavio Josefo, tiene como asunto central la guerra de ese
pueblo contra los romanos. Comprende siete libros, los dos primeros componen
una introducción histórica con antecedentes remotos y próximos de la guerra. En
el libro tercero hace su aparición Vespasiano, dando inicio a la narración de
la verdadera guerra que concluye con la expugnación de Jerusalén. El libro
séptimo hace las veces de epílogo, en que se da cuenta de las últimas
operaciones militares dentro y fuera de Palestina.
Josefo,
un hebreo que había participado en el conflicto, basado en su testimonio
personal ofrecer una versión verídica de los hechos. Sin embargo no fue
solamente el móvil del autor, a quien Vespasiano había concedido la libertad.
Buscó también encarecer la victoria alcanzada, así como el arrojo y decisión de
Vespasiano y Tito. Hacía poco que había ascendido al trono de los Césares la
familia de los Flavios. Envolvía una
finalidad política flaviana el demostrar que esa guerra había sido mucho más
dura e importante de lo que se había asegurado.
Sin
reñir con la verdad, el relato de Josefo tenía que complacer a los imperiales
amos, que habían proporcionado a su historiador sus propios comentarios sobre
la misma guerra. Confiesa el autor que: “He insistido en esta materia, no tanto
con la intención de exaltar a los romanos, como de consolar a los vencidos y
disuadir a los amigos de innovaciones.”
La
guerra de los judíos lleva un evidente propósito pacificador. Se escribió para
disuadir a los judíos de la diáspora mesopotámica, quienes esperaban que
acudiesen en su socorro para vengar la catástrofe del 70. Los hechos
demostrarían bajo Trajano y Adriano, que la tesis pacifista del autor era
fundada y que convenía a los judíos no provocar a los romanos.
Nos
dice Salvador Marichalar que en realidad pocas veces en la historia habrá
estado situada una persona en condiciones tan ventajosas para describir una
guerra y un asedio, como lo estuvo Josefo para atestiguar la catástrofe de su
nación. En los inicios de la insurrección se encontraba en Jerusalén y después
en Galilea. Pasado más tarde a los romanos, hubo de asistir a muchísimos
episodios, sobre todo durante el asedio de Jerusalén. Por lo que no debe
dejarse de lado que el historiador se deja arrastrar no pocas veces por un
fuerte apego a su raza y otras por el espíritu cortesano del liberto de los
Flavios.
La
Guerra de los judíos es la primera obra que Josefo escribió en Roma y fue
terminada y publicada entre los años 75 y 79 de nuestra Era. El historiador
contempló el resurgir de la ciudad imperial luego del incendio de Nerón, y las
grandes obras emprendidas por los Flavios, como el Coliseo, el Foro y el Templo
de la Paz.
No
resulta fácil aclarar los móviles de Josefo por los que se rindió a los
enemigos de su patria. De lo que no queda duda alguna, luego de la lectura de
sus obras es que era un judío que sentía amor profundo y admiración por la
religión, cultura e instituciones de su patria nativa y de su pueblo. Su
nacimiento ocurrió entre fines del 37 y principios del 38 de nuestra Era, en la
ciudad sagrada del judaísmo: Jerusalén. Pertenecía a la tribu de Leví, era hijo
de un sacerdote y llevaba en sus venas sangre real. Su padre pertenecía a la
primera de las veinticinco clases sacerdotales. Sus padres y su hermano se
quedaron encerrados en Jerusalén durante el asedio romano.
Hablaba
el arameo, el hebreo y el griego con algunas deficiencias. Experimentó las tres
principales tendencias del judaísmo: los fariseos, los saduceos y los esenios.
En su juventud llevó una vida ascética por espacio de tres años. A los
diecinueve entró en la vida pública adscrito al partido de los fariseos.
Militaba por supuesto en el grupo de los moderados. Al ser liberado por
Vespasiano, conforme a la costumbre romana, tomó el nomen de su antiguo dueño y
se llamó en adelante Flavio Josefo.
Lo
único que se conoce de la muerte del historiador es que no tuvo lugar antes de
los sesenta y cinco años de edad, sino después del 102. En Roma se erigió una
estatua en honor a su memoria y sus escritos fueron conservados en las
bibliotecas públicas. Afirma Marichalar que como miembro de la aristocracia
sacerdotal, se acomodaba al yugo romano, fue ambicioso, vanidoso y tenía demasiada
flexibilidad para la cortesanía de los romanos.
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