Un amigo
me comentaba recientemente que un tercero, ministro religioso de alto rango al
que estimamos ambos, acababa de partir a Turquía a recorrer la ruta de San
Pablo y las poblaciones del Asía Menor, reconocidas por su historia arqueológica
y cultural. Al tratar de recordar los nombres de los lugares que creí que
visitaría me di cuenta que no los recordaba, lo que me generó inquietud y
desazón. En ese momento me llegó a la mente El Inmortal, la narración de Borges,
la paradoja que nos muestra la inutilidad de vivir mucho si acabamos sin recuerdos.
Nos
relata Borges que los mortales al tomar agua de un arroyuelo adquieren la
inmortalidad y con el tiempo pierden la memoria, lo que equivale a un
contrasentido, porque de que vale vivir por siempre si no recuerdas el pasado.
El viajero de la historia en busca de la inmortalidad bebe del arroyo y
adquiere el privilegio de la eternidad. En el camino se encuentra con un
personaje que lo acompaña y que ha perdido la memoria. Al mencionarle el nombre
del perro de Ulises, después de un gran esfuerzo logra recuperar parte de sus
recuerdos.
Nos
cuenta que la historia del Inmortal fue conocida a través un manuscrito que
apareció en el último tomo de la Ilíada, redactado en inglés y que abunda en
latinismos, de los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de
Pope. Adquirido por la princesa Lusinge al anticuario Joseph Cartaphilus, de
Esmirna. De Joseph nos dice la princesa que era un hombre consumido y terroso,
de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con
fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés
y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués
de Macao.
Al
final de la historia nos damos cuenta que el inmortal es el mismo Cartaphilus,
quien fue originalmente tribuno de una legión que estuvo acuartelada en
Berenice, frente al Mar Rojo. Afirma el personaje que sus trabajos iniciaron en
un jardín de Tebas Hekatómpylos en la conquista de Alejandría, durante el
imperio de Diocleciano.
Tuvo
conocimiento de la Ciudad de los Inmortales a través de un jinete que rendido y
ensangrentado que venía del oriente que con tenue voz insaciable le preguntó en
latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad, a lo que el tribuno
le contestó que era el Egipto que alimentan las lluvias. El viajero le contestó
“Otro es el río que persigo, el río secreto que purifica de la muerte a los
hombres”. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los
Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos.
El
tribuno se dedicó a buscar el río de la inmortalidad y después de vagar por el
desierto “…se encontró tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no
mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de
una montaña.” Afirma que al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo
impuro, entorpecido por escombros y arena; que en la opuesta margen
resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los
Inmortales. Continúa diciendo que en la
arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos)
emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Dice que creyó reconocerlos:
pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riveras
del Golfo Arábico y las grutas etiópicas; no se maravilló de que no hablaran y
de que devoraran serpientes.
La
humildad y miseria del troglodita que lo acompañaba le trajeron a la memoria la
imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y le puso ese nombre. “…con
mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho
tiempo, balbuceó estas palabras: “Argos perro de Ulises”. Y después,
también sin mirarme: “Este perro tirado en el estiércol”. Al preguntarle qué
sabía de la Odisea, contestó: “Muy poco”, dijo “Menos que el rapsoda más pobre.
Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.”
Continúa
su narración al afirmar que entre los corolarios de la doctrina de que no hay
cosa que no sea compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica,
pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la
faz de la tierra. Dice “Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan
la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren.
….Homero y yo nos separamos en las puertas del Tanger; creo que no nos dijimos
adiós.”
Continúa
al afirmar que recorrió nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066
militó en el puente de Stamford… En el séptimo siglo de la Hégira, en el
arrabal de Bulaq, transcribió con pausada caligrafía, en un idioma que ha
olvidado, en un alfabeto que ignora, los siete viajes de Simbad y la historia
de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda ha jugado
muchísimo al ajedrez. En Bikanir ha profesado la astrología y también en
Bohemia. En 1638 estuvo en Kolozvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714
se suscribió a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope, que frecuentó con
deleite. Hacía 1729 discutió el origen de ese poema con un profesor de
retórica, llamado, cree, Giambattista; sus razones le parecieron irrefutables.
El 4
de octubre de 1921, el Patna, que lo conducía a Bombay, tuvo que fondear en un
puerto de la costa eritrea. ….. En las afueras vio un caudal de agua clara; la
probó, movido por la costumbre. Al repechar al margen, un árbol espinoso le
laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor le pareció muy vivo. Incrédulo,
silencioso y feliz, contempló la preciosa formación de una lenta gota de
sangre. De nuevo era mortal, se repitió, de nuevo se parece a todos los
hombres.
La
narración concluye con una reflexión “A mi entender, la conclusión es
inadmisible. -Cuando se acerca el fin-, escribió Cartaphilus, -ya no quedan
imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.- Palabras, palabras desplazadas y mutiladas,
palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.”
Se puede perder la memoria por múltiples razones y no
necesariamente por haber encontrado la Ciudad de los Inmortales, historia que
se queda en las páginas del genio argentino. Aunque de alguna manera siento que
Borges esboza una sonrisa burlona por encima de mi hombro.
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