sábado, 13 de octubre de 2012

LA CIUDAD DE LOS INMORTALES








Un amigo me comentaba recientemente que un tercero, ministro religioso de alto rango al que estimamos ambos, acababa de partir a Turquía a recorrer la ruta de San Pablo y las poblaciones del Asía Menor, reconocidas por su historia arqueológica y cultural. Al tratar de recordar los nombres de los lugares que creí que visitaría me di cuenta que no los recordaba, lo que me generó inquietud y desazón. En ese momento me llegó a la mente El Inmortal, la narración de Borges, la paradoja que nos muestra la inutilidad de vivir mucho si acabamos sin recuerdos.

Nos relata Borges que los mortales al tomar agua de un arroyuelo adquieren la inmortalidad y con el tiempo pierden la memoria, lo que equivale a un contrasentido, porque de que vale vivir por siempre si no recuerdas el pasado. El viajero de la historia en busca de la inmortalidad bebe del arroyo y adquiere el privilegio de la eternidad. En el camino se encuentra con un personaje que lo acompaña y que ha perdido la memoria. Al mencionarle el nombre del perro de Ulises, después de un gran esfuerzo logra recuperar parte de sus recuerdos.

Nos cuenta que la historia del Inmortal fue conocida a través un manuscrito que apareció en el último tomo de la Ilíada, redactado en inglés y que abunda en latinismos, de los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. Adquirido por la princesa Lusinge al anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna. De Joseph nos dice la princesa que era un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao.

Al final de la historia nos damos cuenta que el inmortal es el mismo Cartaphilus, quien fue originalmente tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo. Afirma el personaje que sus trabajos iniciaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos en la conquista de Alejandría, durante el imperio de Diocleciano.

Tuvo conocimiento de la Ciudad de los Inmortales a través de un jinete que rendido y ensangrentado que venía del oriente que con tenue voz insaciable le preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad, a lo que el tribuno le contestó que era el Egipto que alimentan las lluvias. El viajero le contestó “Otro es el río que persigo, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres”. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos.

El tribuno se dedicó a buscar el río de la inmortalidad y después de vagar por el desierto “…se encontró tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña.” Afirma que al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; que en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales.  Continúa diciendo que en la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Dice que creyó reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riveras del Golfo Arábico y las grutas etiópicas; no se maravilló de que no hablaran y de que devoraran serpientes.

La humildad y miseria del troglodita que lo acompañaba le trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y le puso ese nombre. “…con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, balbuceó estas palabras: “Argos perro de Ulises”. Y después, también sin mirarme: “Este perro tirado en el estiércol”. Al preguntarle qué sabía de la Odisea, contestó: “Muy poco”, dijo “Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.”

Continúa su narración al afirmar que entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no sea compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Dice “Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. ….Homero y yo nos separamos en las puertas del Tanger; creo que no nos dijimos adiós.”

Continúa al afirmar que recorrió nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 militó en el puente de Stamford… En el séptimo siglo de la Hégira, en el arrabal de Bulaq, transcribió con pausada caligrafía, en un idioma que ha olvidado, en un alfabeto que ignora, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda ha jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir ha profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuvo en Kolozvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714 se suscribió a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope, que frecuentó con deleite. Hacía 1729 discutió el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, cree, Giambattista; sus razones le parecieron irrefutables.

El 4 de octubre de 1921, el Patna, que lo conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea. ….. En las afueras vio un caudal de agua clara; la probó, movido por la costumbre. Al repechar al margen, un árbol espinoso le laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor le pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contempló la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo era mortal, se repitió, de nuevo se parece a todos los hombres.

La narración concluye con una reflexión “A mi entender, la conclusión es inadmisible. -Cuando se acerca el fin-, escribió Cartaphilus, -ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras.-  Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.”

Se puede perder la memoria por múltiples razones y no necesariamente por haber encontrado la Ciudad de los Inmortales, historia que se queda en las páginas del genio argentino. Aunque de alguna manera siento que Borges esboza una sonrisa burlona por encima de mi hombro.



No hay comentarios:

Publicar un comentario