La cultura
de las sociedades creada por las religiones ha sido determinante en la generación
de capital de los países, al definir como un principio moral la acumulación de
la riqueza y el valor del esfuerzo humano para obtenerla, se definió el futuro
material y de dominio del capitalismo.
El calvinismo,
según algunos historiadores y sociólogos como Max Weber, habría dado el primer
impulso económico a la nueva burguesía formada fuera de Europa a partir del
siglo XVII: una sociedad homogénea, honesta y eficiente, lectora de la Biblia,
convencida de una estricta división del mundo entre los elegidos y los
condenados, previamente por Dios, con una confianza absoluta en sus propias
razones morales y convencida de la licitud y necesidad de un trabajo que, en
cualquier caso, debía revelar la predilección divina si iba acompañado por el éxito
material, el dinero abundante y el ascenso social correspondiente.
Se
ha dicho con razón que el calvinismo puro y rígido de los exiliados ingleses
del siglo XVII ha sido con mucho el génesis del espíritu activo y práctico de
muchos norteamericanos posteriores. Ellos han representado en diferentes épocas
algunas de las formas más genuinas del capitalismo mundial, con una moral sui
géneris, tal vez demasiado estricta en algún momento (episodios como el de las
brujas de Salem, la larga influencia de John Edgar Hoover en el FBI y, otros
eventos conocidos por el enjuiciamiento a partir de una rígida y muy extendida
moral colectiva).
El autor
contemporáneo, Jean Delumeau, establece sobre este punto algunos comentarios: “Al
negar el valor de la vida religiosa apartada del mundo, Lutero y Calvino
subrayaron la obligación del trabajo cotidiano y la vocación profesional (…).
La teología franciscana consideraba al mendigo como otro Cristo. Calvino lanzó
anatemas contra los que se negaban a trabajar y calificó muy duramente
cualquier forma de ociosidad (…). Probablemente la mentalidad moderna,
caracterizada por la búsqueda de la ganancia y por el individualismo (…),
estaba a punto de desarrollarse en todo el Occidente sin tener en cuenta las
barreras confesionales. Hubiera acabado por imponerse sin Lutero y sin Calvino
(…). Pero si se consideran las cosas con una perspectiva más amplia (…), es
obligado concluir que el protestantismo, por sus posteriores ramificaciones –por
ejemplo, el puritanismo--, ha ayudado sin el menor género de dudas al hombre
moderno a salir de la Edad Media y de la mentalidad precapitalista. Ha sido
fermento que ha acelerado la floración de un mundo radicalmente distinto.”
Para
el doctor Josep Tomás Cabot, la doctrina
y la práctica calvinistas, incluso su influencia política, se extendieron y se
mantuvieron en Escocia durante largo tiempo, gracias en este caso a la
predicación de un discípulo directo de Calvino, John Knox, que logró destronar
a la reina María Estuardo y apartar de la corte a los consejeros católicos
durante el reinado del hijo de aquélla, Jacobo I. Cuando más adelante, este
mismo soberano fue proclamado también rey de Inglaterra, mantuvo aquí la
religión anglicana de su antecesora, Isabel I, y los calvinistas, llamados
entonces puritanos, no encontraron ninguna facilidad ni el mínimo grado de
tolerancia por parte de las nuevas autoridades civiles y religiosas.
Algunos
emigraron entonces a los Países Bajos, donde, gracias sobre todo a la rebelión
militar de Guillermo de Orange y al proselitismo ejercido por Guy de Brés,
consiguieron imponerse en una parte del país (la futura Holanda) contra los
católicos del sur (que habrían de constituir más tarde la nación belga), apoyados
entonces por los reyes de la casa de Habsburgo y señores de aquellas tierras,
el emperador Carlos V y su hijo Felipe II de España.
Otros
puritanos y presbiterianos británicos, perseguidos por no aceptar el papel del monarca inglés como cabeza de la Iglesia
nacional de aquel país (signo distintivo de la reforma anglicana), decidieron
embarcar hacia las costas atlánticas de América del Norte, descubiertas y
colonizadas por los ingleses unos lustros antes, pero todavía no controladas
ideológicamente ni dotadas de una religión oficial y obligatoria, como la de la
metrópoli.
Los
Pilgrim Fathers (padres peregrinos), los puritanos ingleses que se dirigieron
en 1620 a aquellas lejanas tierras a
bordo del mítico velero Mayflower, se establecieron en la recién fundada
colonia de Plymouth y un poco más tarde en Boston. En ellas constituyeron el
germen de una poderosa y amplia comunidad cristiana, cuyas ramas cubren todavía
buena parte de aquel litoral atlántico.
En
contra de los llamados libertinos los reformistas recomendaban la práctica de
un duro ascetismo y de una ruda labor profesional. Todo ello acompañado de un
acercamiento personal, sin trabas ni prejuicios de ningún tipo, a los libros sagrados,
sobre todo a la Biblia. Esta no traducida al latín ni comentada, estaba
presidida más por el Dios distante y justiciero del Antiguo Testamento que por
el más próximo, humano y condescendiente Jesús de los evangelios.
Un
país como el nuestro con la carga cultural e histórica que nos heredó la España
católica, con la enorme influencia de
las órdenes mendicantes quienes en los hechos realizaron la colonización a
través de la evangelización, carga en el subconsciente a través de la costumbre
y la forma de vivir, la antípoda de la acumulación de riqueza del capitalismo. Las
diferencias y aun conflictos que nos ha generado la concepción religiosa con
los norteamericanos deben superarse a través de la comprensión. Si logramos entender las diferencias habremos de encontrar las coincidencias. Todo
ello sin renunciar a una vida digna y a la acumulación de riqueza justa.